Habíamos llegado lejos y ahora estábamos atascados, enterrados en un camino de lodo, pasando las llanuras. Era temporada de monzones en Madagascar y las tormentas habían devastado una ruta ya muy azotada. Habíamos atravesado zonas que parecían innavegables en nuestro camino hacia las montañas remotas del norte, y la tierra era cada vez más lodo con cada par de neumáticos que pasaba. Casi 24 horas después, esta ladera llena de plantas de agave nos había vencido. Los conductores tomaron las palas. Había que tapar surcos, excavar en piedra y lanzar los restos a los matorrales. Los conductores trabajaban duro y las cigarras siseaban desde las copas de los árboles.
A los biólogos de campo con los que viajaba les parecía que el derrumbe de la infraestructura rural era muy prometedor. Estaban a punto de analizar algunas de las últimas selvas tropicales vírgenes de la isla: paraísos cada vez más pequeños con una biodiversidad excepcional, hogar de algunas de las especies de aves más raras del mundo. “Sin duda la dificultad para entrar es directamente proporcional a la posibilidad de encontrar cosas nuevas”, dice John Mittermeier, uno de los líderes de la expedición, ornitólogo y estudiante del doctorado en Geografía de la Universidad de Oxford.
De repente, todo el equipo gritó. Una serpiente avanzaba por los matorrales así que saltaron tras ella sin mucho sigilo. Luke Kemp, el herpetólogo de la expedición, se agachó junto a los matorrales, curioseando sin éxito. “Es como una adicción”, me dijo. “No puedo parar”.
Los biólogos se congregaron desde cuatro países distintos, unidos por una fascinación implacable y casi maníaca con la vida silvestre. Usaron camisetas desteñidas de conferencias científicas y nunca soltaron sus binoculares. En lugar de tener charlas triviales, debatían sobre los llamados de las aves y los métodos de muestreo, motivados por su objetivo y el conocimiento que compartían. Al mismo tiempo, como las suricatas, Mittermeier y sus dos compañeros movieron sus binoculares de un lado a otro, intentando echarle un vistazo a lo que parecía, por el sonido, un zorzal endémico. Los dos entomólogos barrieron el aire con redes para mariposas; no dudarían, ya con las manos llenas, en meterse algunos de esos especímenes movedizos en la boca.
Lily-Arison Réné de Roland se paró al costado de la ruta, mirando entretenido a sus colegas más jóvenes. El reconocido ornitólogo malgache tiene la conducta de un monje: es afable, totalmente pelado y sus manos descansan a menudo en su enorme barriga. Durante la mitad de su vida trabajó para la , una organización conservacionista sin fines de lucro con base en Estados Unidos de la que fue director nacional en 2004. En 2006, sorprendió al mundo del avistaje de aves al encontrar una bandada de , un pato endémico que bucea y se creía extinto a principios de los años 90.
A través de este redescubrimiento, Réné de Roland se aseguró la protección del gobierno de los dos tramos de bosque en los que encontró a los porrones, unas 435 millas cuadradas de hábitat amenazado. Desde aquel entonces, una de las reservas, Bemanevika, ha sido muy estudiada y se han encontrado poblaciones en reproducción de culebreras y lechuzas malgache, además de camaleones de nariz extraña, una especie de reptil nueva para la ciencia con unos cuernos que salen de frente. Pero la reserva más grande y aislada, Mahimborondro, nunca se había explorado en profundidad.
La esperanza es como oxígeno para los conservacionistas y parecía que estas áreas remotas albergaban una diversidad aún más rica. En las dos semanas siguientes, nos adentraríamos en las profundidades del bosque, empapados por la lluvia y azotados por sanguijuelas, para recavar toda la información posible sobre los animales que habitaban allí. Los científicos pueden descubrir especies nuevas; varios de ellos había hecho este tipo de descubrimientos en expediciones anteriores. Pero este no era el propósito principal de su trabajo. Con mejores datos científicos, gente como Réné de Roland podría gestionar mejor las reservas y seguir reclamando su protección, aún en medio de las demandas de habilitar más tierras para la agricultura.
Nuestros conductores acondicionaron la ruta para que estuviera aceptable y, finalmente, llegamos a la estación de la reserva de Bemanevika, un puñado de refugios de madera y lonas azotadas por el clima que construyó el Fondo Peregrino en 2009. Nos tomó ocho horas conducir 30 millas, casi lo mismo que si hubiéramos caminado, y de ahí en más nuestro viaje continuaría a pie. Dejamos los vehículos en el claro de un bosque frondoso. Nos recibieron los sonidos cacofónicos de ranas y aves. “En la temporada de lluvias es difícil llegar hasta aquí... pero vale la pena”, dice Réné de Roland, sonriendo, como siempre.
P
ara quien estudia la naturaleza, Madagascar no tiene competencia. Más del 80% de su flora y de su fauna son únicas a nivel mundial. La isla, con un tamaño similar al de Texas y geográficamente aislada durante 88 millones de años, evolucionó ecosistemas de una riqueza espectacular, dando vida al lémur, al fosa y a más de 100 aves endémicas. “Es un tesoro oculto”, escribió el difunto naturalista británico Gerald Durrell en 1992. “Si los bosques misteriosos se dejan intactos y se exploran con cuidado, se pueden encontrar especies nuevas e increíbles”.
Entre 1999 y 2010, los científicos describieron más de 600 especies nuevas de Madagascar, incluido el Canirallus Beankaensis, un ave furtiva que merodea por el suelo forestal. Había 11 tipos de camaleones y 41 mamíferos, entre ellos una criatura feroz similar a una comadreja conocida como Mangosta de Durrell en honor a este último ––el primer mamífero carnívoro nuevo que se descubre en casi 25 años. Escondida a simple vista también había una enorme palmera que se autodestruye luego de su floración y el primate más pequeño del mundo: un lémur que pesa solo una onza. Según Dale Wright, un ornitólogo sudafricano que también lidera nuestra expedición, “visitar Madagascar por primera vez es algo salido de un sueño adolescente; algo que hay que hacer antes de morir”.
Pero aunque la isla asombre a muchos biólogos, también decepciona. Muchas de las especies nuevas descriptas ya se encontraban amenazadas al momento de su descubrimiento. Otras, incontables, desde Aves Elefante hasta Hipopótamos Malgache Enanos, ya han desaparecido. Casi 700 orquídeas diferentes ––más de tres veces la cantidad que se encuentra en Estados Unidos–– actualmente se consideran amenazadas.
La extinción es una tragedia a nivel mundial, pero en esta cruzada de especies únicas, la apuesta es aún más alta. El mundo pierde de forma irreversible los organismos que pierde Madagascar. Y así, al igual que la selva tropical amazónica y otros puntos clave de biodiversidad, Madagascar es de vital importancia para los conservacionistas, que suelen observar con impotencia como les arrebatan sus recursos naturales.
El gobierno de Madagascar ha pedido apoyo en sus esfuerzos de conservación y, si bien ha cuadruplicado el tamaño de su red de áreas protegidas desde 2003 a más de 17 millones de acres, se enfrenta a la economía inexorable de una nación profundamente pobre. La mayoría de los habitantes de la isla se ganan la vida a duras penas gracias a la agricultura de subsistencia y mantienen sus tierras de pastoreo macheteando y quemando parte del bosque; la tala también es una gran amenaza. Se estima que la cubierta forestal ha disminuido un 90%, la mayoría en el siglo pasado. En 2017, la deforestación alcanzó el récord anual de casi 2,000 millas cuadradas ––casi un 1% de la cobertura total del país.
Gran parte de la travesía hacia el norte desde Antanarivo parece un páramo minero, destruido por la actividad agrícola y el uso liberal del fuego. La tierra se ve desfigurada por cicatrices rojas allí donde se ha erosionado el mantillo y, en algunas partes, las laderas de las montañas se han derrumbado, como rasgadas por máquinas colosales. El animal de cuerno largo llamado cebú ––autóctono del sur de Asia, como los primeros habitantes humanos de la isla–– pasta en las llanuras, pisando los arrozales de color verde brillante. Esta área en la que se cultiva arroz, el cultivo básico de Madagascar, se ha más que duplicado desde 1970, atravesando bosques y humedales.
Fue justo al norte de una de las regiones productoras de arroz más grandes de la isla donde Réné de Roland se topó con aquel porrón en 2006. Realizaba una encuesta nacional sobre el Aguilucho Lagunero Malgache cuando vio a dos de las aves de rapiña amenazadas volando en círculos por encima de las montañas. Se subió a su coche y las siguió. En un mismo día, contó 22 cerca de Bemanevika (ahora ubicada dentro de la reserva homónima). Sorprendido de encontrar un buen bloque de bosque, regresó para acampar junto a un antiguo lago volcánico llamado Matsaborimena. A horas de llegar, Réné de Roland vio una bandada de porrones nadando en el agua. Se sorprendió profundamente: si bien su especialidad eran las aves de rapiña, reconoció las aves al instante y supo que no deberían existir.
De color marrón chocolate, con anillos blancos alrededor de los ojos, estos patos alguna vez abundaron en los humedales más al este pero la pérdida del hábitat, la caza y la aparición de peces depredadores que desplazaron a los patos provocaron una enorme disminución en los años 40. El último avistaje se confirmó en 1970 y, en 1992, murió en un zoológico el porrón que se consideraba el último de la especie.
A un año del descubrimiento de Réné de Roland, se estimaba que la población entera de porrones era de solo 13 ejemplares, limitados a los tres lagos volcánicos cercanos. Pronto se transformó en la especie de patos más rara del mundo. Capitalizando el interés de la comunidad mundial, Réné de Roland recibió financiamiento internacional. Para 2015, había logrado la protección total del bosque circundante y, poco después, de la reserva de Mahimborondro. “Lo que logró es increíble”, dice Mittermeier. “Tiene muchos contactos, tanto a nivel gubernamental como internacional”.
Réné de Roland también ayudó a armar un proyecto ambicioso de cría en cautiverio en Antsohihy, la capital regional, en colaboración con el gobierno federal y muchos otros grupos conservacionistas. Para 2019, la población cautiva aumentó a casi 100 ejemplares, y más de 20 han sido liberados en otro lago más al este (aunque aún necesitan consumir una comida balanceado para patos que se trae de Inglaterra en avión).
En nuestro primer día en Bemanevika, Réné de Roland nos llevó al sitio del descubrimiento: un lago tranquilo y pantanoso en el medio del bosque. Los técnicos locales nos llevaron en canoas para mirar mejor a nuestro grupo, que pataleaba por la ribera opuesta. Los patos me parecían bastante comunes ––no se parecían en nada al Pato Mandarín que llegó al Central Park el año pasado y causó sensación en las redes sociales, por ejemplo. Pero que una criatura sea poco común no implica que sea espectacular: El Carpintero Real ha desaparecido de la faz de la Tierra, así como también el Gorrión Sabanero Marino.
Para Mittermeier, parado junto al lago, los patos le daban un cierto aliento a nivel psicológico. Nació en una familia de conservacionistas consagrados ––su padre, Russell, fue presidente de Conservation International–– y comenzó a realizar sus propios viajes de campo en su primer año en Yale, en busca de aves raras en Samoa Occidente, Suriname y las Islas Salomón. En 2015, apareció entre los “30 menores de 30” de la revista Forbes por sus contribuciones a la ornitología, incluido el descubrimiento de lo que podrían ser tres taxones de aves aún sin descripción. Dice que aun así, la conservación a veces se siente como “acomodar las sillas del Titanic ––te la pasas registrando información de especímenes que se van a extinguir”.
Por eso a veces le gustaba imaginar un póster del Porrón Malgache en su pared, como motivación para seguir, según nos cuenta. “Pensamos al pato como el catalizador de la conservación de toda esta área y del conjunto de especies”, me dijo Mittermeier. “Y Lily ha hecho que todo fuera posible. Es de otro planeta”.
U
n lémur sociable vivía en los árboles de la estación de campo de Bemanevika y descendía para aceptar bananas de los miembros del equipo. Muchas mañanas me desperté en la oscuridad por sentirlo colgado de las sogas de mi hamaca y cuando me movía, salía corriendo, fulminándome con la mirada. Terminé agradeciendo las visitas porque hacían las veces de un reloj despertador: partíamos todos los días antes del amanecer para cubrir la mayor longitud posible antes de que comenzara a llover por la tarde. En general, nos atrapaba la lluvia y terminábamos caminando con pesadez por los pastizales, colgando la ropa a secar con optimismo cuando volvíamos. Pero en la época de monzones no se seca nada y las prendas simplemente volvían a mojarse como afectadas por una ley inviolable de la termodinámica.
Los científicos eran indiferentes a cualquier malestar y caminaban largas distancias por día para recolectar ranas e insectos exóticos. Robin Colyn, investigador de BirdLife Sudáfrica, exploró los humedales circundantes en busca de Polluelas de Waters, una codorniz pequeña de color marrón con un pico recto brillante que se considera una de las aves más reservadas y menos comprendidas del mundo. Comenzó a desaparecer del país a medida que los arrozales invadieron su hábitat pantanoso. Colyn casi llora de alegría cuando, con ayuda de los técnicos, logró desplazar varias aves a un claro y atraparlas. Sosteniéndolas con ternura, tomó muestras de sangre para realizar estudios que ayudarían a revelar el estado de salud de la población.
Una mañana, fuimos en busca de una Lechuza Malgache, guiados por Moïse, un técnico malgache del Fondo Peregrino. Hace unos 25 años, Réné de Roland encontró a este joven trepando árboles y lo reclutó como su asistente. Hoy en día, Moïse, que no usa ningún apellido, trepa con agilidad hasta el nido y toma al ave. La especie se describió por primera vez en 1876, pero apenas se la vio durante más de un siglo hasta su redescubrimiento en 1993. La rodeamos con adoración; la lechuza pálida giró su cuello en silencio de un lado a otro y nos miró irritada.
Dedicamos otra mañana a encontrar a la Culebra Azor en peligro de extinción. Réné de Roland había encontrado una población en reproducción en Bemanevika poco después de encontrar a los porrones comunes: hasta ese entonces, se creía que el ave solo se desplazaba por bosques ubicados 100 millas al este del lugar. Cuando comenzó, en 1992, pasaba miles de horas colocando redes de niebla para intentar atrapar aves que volaran por debajo de las copas de los árboles en busca de camaleones y lagartijas. Finalmente, en 1994, atrapó una, es decir que logró el primer avistaje documentado en más de medio siglo. Le llevó tres años más encontrar un nido. Hoy en día, en Bemanevika y en otros bosques al este de Madagascar, la radio del Fondo Peregrino rastrea tres pares de águilas y controla una docena más. La población de aves disminuye a la par que los bosques desaparecen, y se cree que menos de 500 ejemplares sobreviven en estado salvaje.
Moïse nos llevó a través de campos quemados hacia el bosque, blandiendo una antena para rastrear águilas con radiotransmisores. El dispositivo sonó durante la travesía, con un pitido cada vez más rápido a medida que nos acercábamos nuestro objetivo invisible. Estaba húmedo y oscuro después de una noche de lluvia y nos rodeaba un enjambre de mosquitos palúdicos. De repente, Moïse hizo una seña para detenernos. El pitido era la música tensa de fondo de una película de suspenso. “Estamos buscando una mancha oscura pequeña en el cielo”, me susurró uno de los miembros del equipo. Alguien pisó una rama. Los biólogos habían sacado sus binoculares y se contorsionaban hacia adelante. Tenían el ceño fruncido, como fanáticos de fútbol durante una definición por penales. Finalmente, Moïse encontró al ave posada detrás de una maraña de ramas. “¡Sí!”, susurró Mittermeier entre dientes cuando logró sacarle una foto.
N
os fuimos para Mahimborondro, una caminata de casi 20 millas, a una semana de estar en la estación de campo. La reserva está menos dividida y se extiende a alturas que superan Bemanevika; junto a algunas otras reservas, forman un corredor hacia los bosques bajos del este. Un ejército de botones se llevó nuestro equipaje ––jóvenes de los pueblos circundantes que cargaron más de 100 libras de peso. Por realizar esta tarea, les pagaron menos de $3 el día. En el contexto de una economía de subsistencia marginal, el dinero era más que necesario: casi un 80% de los malgaches viven con menos. Aun así, resultaba muy incómodo, como si estuviéramos en una excursión en la época colonial. “Nos faltan los salacot”, dijo uno de los científicos.
Aun sin llevar peso, me preocupaba no llegar a destino. Me había empezado a doler la rodilla en la estación de campo y los calambres comenzaron a cinco millas del inicio del recorrido. Como una fila de hormigas, marchamos por las laderas. Aparecieron nubarrones y, una vez más, nos empapamos. Todos los demás tenían la moral alta pero a medida que transcurría el día, yo me iba quedando cada vez más atrás. Cojeando a través de los matorrales,
vi un insecto en una rama, quizás nuevo para la ciencia, y me permití ciertos pensamientos de odio hacia el bosque.
Acampamos junto a un lago, debajo de la lluvia. Los botones se quedaron despiertos, riendo a carcajadas, mientras yo me recostaba con pesadez debajo de una lona. No tenía sentido quedarse de mal humor, así que a la mañana siguiente, tomé la determinación de seguir a varios biólogos hacia el bosque. Kemp, el adicto a las serpientes, atrapaba ranas en las hojas caídas. Los entomólogos belgas, Merlijn Jocqué y Dan Slootmaekers, perseguían invertebrados con entusiasmo. Brett Gardner, un apasionado veterinario sudafricano de vida silvestre, merodeaba con un tubo de plástico.
“¿Es o no es una araña?”
“Creo que acabas de ganarte la lotería”, dijo Jocqué.
La criatura era un poco más grande que un grano de arroz, tenía el cuello erguido y una boca curvada hacia abajo que era increíblemente parecida a un pico. Jocqué le dijo a Gardner que lo que sostenía era, probablemente, una nueva especie de arqueidos. El entomólogo rebalsaba de emoción aunque, como muchos de sus colegas, estaba acostumbrado a encontrar especies nuevas todo el tiempo. “Mi refrigerador está lleno de especies que aún no he podido describir”, dice. Ahora comienza a bombardear a Gardner con preguntas: ¿en qué planta estaba la araña? ¿A qué altura? ¿Había otras?
Al este de nuestro campamento, envuelto en una nube, se eleva un macizo de casi 7,500 pies de altura donde ningún científico (quizás nadie) ha llegado jamás. Lo atravesamos al día siguiente, siguiendo el camino que iban abriendo los botones. La pendiente era muy dura y la vegetación, casi impenetrable. Había colonias enteras de sanguijuelas aferradas a las hojas, listas para saltar sobre nosotros para alimentarse. Aunque nos las sacábamos en forma constante, nos dejaban rastros de sangre en la piel.
Una vez que acampamos, Réné de Roland supervisó el despliegue de las redes de niebla. Durante varios días, del amanecer al atardecer, los técnicos del Fondo Peregrino tomaron aves y se las entregaron a Réné de Roland, a Gardner y a Moïse para identificarlas, medirlas y colocares transmisores. Cuando las liberaron, las aves se perdieron entre las copas de los árboles. Registraron más de 14 especies en total, desde Shamas Malgache ––la misma ave que oyeron al costado de la ruta cuando llegaron–– hasta Cúas Frentirrojos, un cuclillo con un plumaje azul brillante alrededor de sus ojos.
Mientras tanto, Mittermeier y Wright comenzaron a examinar las copas de los árboles y caminaron durante horas con micrófonos y cámaras. Avistar aves en la selva tropical es más bien escucharlas; a partir de sonidos similares aleatorios, comienzan a identificarse los llamados. Los Braquipterácidos rufos emitían sonidos cortos como los de las lechuzas, al tiempo que las Newtonias Colirrojas cantaban “wiki, wiki, wiki, wiki”. “Comenzamos a conocer a nuestros vecinos”, dijo Mittermeier. En conjunto, las redes de niebla y los análisis visuales y auditivos logran brindar un panorama más amplio de la vida de estas aves que el que se puede apreciar con métodos aislados.
Mientras tanto, Kemp colocaba dos “estaciones de peaje” para animales pequeños, al estirar placas de plástico en fila entre los postes de madera. Cada cierta distancia, enterraba baldes en el suelo: trampas inconvenientes que atrapaban todo lo que golpeara contra la barrera, corriera de costado y cayera. El problema de este método era que mayormente atrapaba musarañas, que se alimentaban con voracidad de otras especies y se cazaban entre sí.
“Las musarañas son terribles”, dijo Kemp una tarde, observando especímenes mutilados.
Por la noche, en un claro pasando el campamento, los entomólogos encendieron un generador para alumbrar una gran sábana. Las mariposas nocturnas emergieron desde la oscuridad, brillando como joyas contra la tela. Slootmaekers, experto en mariposas nocturnas, tomaba los especímenes del torso con sus dedos pulgar e índice: a los que se querían quedar, les inyectaba etanol, los mantenía en su mano hasta que dejaban de moverse y luego los metía en un sobre de cera. Wright y Mittermeier se acercaron al claro, haciendo silencio a raíz del zumbido del generador. “Para mí, estar así en la naturaleza es igual que ir a la iglesia”, confesó Wright más tarde.
E
l equipo recorrió las 40 millas desde Mahimborondro en un solo día. Nuestra ropa estaba empapada y manchada con tierra. Los botones, cargados de equipos, marchaban a un paso sobrehumano. El camino se curvó desde el bosque a través de los rastrojos de las colinas, elevándose y bajando sin cesar; en algunos lugares, la superficie ––una especie de arcilla dura y húmeda–– resbalaba como si fuera hielo. Moïse caminó junto a Réné de Roland, amargado por un dolor en sus rodillas. Estaba oscuro y no paraba de llover pero finalmente logramos visualizar el pueblo.
Los científicos se fueron de Madagascar con un inventario sólido de especies. Kemp había recolectado docenas de reptiles y anfibios promisorios, incluidos cinco especímenes que posiblemente fueran nuevos para la ciencia. Entre otros cientos de invertebrados, Gardner y los entomólogos seguramente recogieron la cantidad suficiente de arqueidos ––cuatro hembras y un macho–– para determinar si se descubrió una nueva especie. Mientras tanto, los ornitólgos registraron 62 especies aviares, incluidas especies amenazadas a nivel mundial como el Ánade y el Zampullín Malgaches.
Al comparar el conteo entre las dos reservas, hubo sorpresas y diferencias. Los científicos encontraron varios tipos de aves, incluida la Newtonia Colirroja, a unos 1,000 pies por encima de su zona de distribución conocida, lo cual transforma a este bosque en altura en un bastión contra el cambio climático y los desarrollos que alteran el hábitat actual. Y varias especies se documentaron en una de las reservas pero no en la otra, lo cual realza la importancia de proteger ambas. Una sola expedición no revelará toda la biodiversidad que existe en estos bosques pero los científicos están cada vez más seguros de su enorme valor de conservación. “Es un comienzo”, dijo Mittermeier al final de la travesía. “Esto que tenemos servirá de base para investigaciones futuras”.
Réné de Roland planea utilizar los estudios y sondeos ––primeros de muchos–– para asegurar que las reservas continúen vírgenes. Si bien el gobierno no redujo el nivel de protección en estas áreas, hay fuerzas contenidas que se mantienen expectantes. En Madagascar hay hambre de recursos y tierras, y se cosecha de manera ilegal y descontrolada en otras áreas protegidas al sur de la región. El aumento de la temperatura también permitirá que haya más espacios disponibles para arrozales, lo cual genera presión en bosques que solían ser demasiado fríos para el cultivo. En abril, un equipo de científicos malgache y de otras partes del mundo publicaron una carta destacando la urgencia de conservar la biodiversidad malgache. Pronto será demasiado tarde.
Réné de Roland, Mittermeier y los demás miembros de la expedición no se hacen ilusiones sobre las dificultades de conservar especies en una era de crisis ecológica. Pero se consuelan y esperanzan al saber que, por ahora, Bemanevika y Mahimborondro se encuentran a salvo. En este punto remoto de Madagascar, aves de rapiña raras anidan en lo alto de las copas de los árboles, las polluelas acechan desde los juncos de los pantanos y los humildes porrones, los responsables de todo esto, cruzan los lagos de montaña tranquilos en grupos cada vez más grandes.
Esta historia se publicó originalmente en la edición de verano de 2019 como “Treasure Hunters” (Cazarecompensas). Para recibir el ejemplar impreso de la revista, hágase miembro .